Tras esos barrotes han muerto decenas de inocentes en los últimos años. Adentro de esas celdas, la tortura es sistemática. En esos recintos, el hacinamiento es tan grande como el hambre y tan intenso como las enfermedades. Y eso es lo poco que sabemos. Lo que ocurre en las cárceles de El Salvador, que el presidente Nayib Bukele ha ofrecido a Donald Trump, es uno de los secretos que el oficialismo salvadoreño más ha intentado proteger. Y eso es mucho decir, porque el bukelismo está construido sobre la base de secretos.
En su más reciente visita a El Salvador, el secretario de Estado de Trump, Marco Rubio, anunció con Bukele un acuerdo para que las cárceles de El Salvador sirvan como centro de detención de migrantes que hayan cometido delitos en Estados Unidos. Bukele, sin medida alguna para entregar a Trump lo que sea que lo mantenga en su gracia, llegó a ofrecer incluso aceptar a criminales estadounidenses.
Los detalles del acuerdo son tan poco transparentes aún como la situación de las prisiones de Bukele: quién sabe a qué tipo de criminales se refieren, quién sabe bajo qué normativa, a qué costo, con qué límite, para qué propósito. El anuncio fue un anuncio muy a lo Bukele: con grandes titulares y poco desarrollo.
Pero algo sabemos sobre las cárceles de Bukele, pese a su obstinado intento de ocultarlo todo. Esto sabemos.
Sabemos que esas son las cárceles donde los funcionarios de Bukele entraron una y otra vez entre junio de 2019 - cuando llegó a la Presidencia- y marzo de 2022 -cuando decretó el régimen de excepción que sigue vigente- para negociar su pacto con las tres pandillas salvadoreñas. Sus funcionarios, tal como el mismísimo Departamento de Estado de los Estados Unidos ha reconocido, entraron a esas cárceles con líderes pandilleros encapuchados para reunirse con los líderes presos y recibir lineamientos sobre cómo mantener bajos los homicidios, pero también sobre cómo continuar con su actividad criminal sin llamar la atención pública y sobre cómo apoyar al bukelismo en las elecciones legislativas. Fue gracias al pacto con pandillas que Bukele logró reducir los homicidios a niveles históricos en sus primeros tres años.
Sabemos que, tras descubrirse sus negociaciones clandestinas con grupos como la Mara Salvatrucha 13, declarada organización terrorista internacional por el Gobierno estadounidense, la estrategia de la administración Bukele cambió, y empezó a sacar a líderes pandilleros sanos a hospitales, para que ahí recibieran a sus delegados en las calles. Sabemos también que fue de una de esas cárceles, y pese a que le faltaban 40 años de condena, de donde Bukele dejó salir en noviembre de 2021 a Crook, líder histórico de la Mara Salvatrucha 13. Sabemos que Crook nunca volvió y que luego fue capturado en México, con la ayuda del FBI, y ahora está enfrentando un proceso en una corte de Nueva York, bajo una acusación que menciona el pacto de Bukele con la Mara Salvatrucha 13.
Sabemos, pues, que esas cárceles, que ahora Bukele ofrece a Trump, han sido centros de negociaciones criminales clandestinas entre el gobierno salvadoreño y las tres pandillas que durante décadas asesinaron y extorsionaron a todo un país.
Sabemos que, desde que inició el régimen de excepción, esas cárceles se saturaron con más de 80,000 capturados, que el hacinamiento tras esos barrotes es al menos del 130%, que miles de esos capturados no tenían antecedentes penales ni pertenecían a ninguna pandilla y fueron capturados con argumentos tan escuetos como que un policía dijera que mostraron "nerviosismo”. Sabemos que El Salvador es ahora el país con la más alta tasa carcelaria, algo escandaloso: 1.659 presos por cada 100.000 habitantes.
Sabemos, gracias a los valientes testimonios de quienes lograron salir vivos, a publicaciones periodísticas e informes de organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos, que ahí adentro se tortura sistemáticamente; que el recibimiento en algunos de esos centros penales son golpizas con garrote perpetradas por los carceleros, que muchos han muerto tras esas golpizas, apenas en su primer día de prisión; que los castigos van desde apaleamientos hasta técnicas más sofisticadas que nos recuerdan a la guerra, como colgar de los brazos durante horas a los prisioneros o hincarles en el sol con ladrillos en la cabeza; sabemos que hay mujeres que allá adentro bañan a sus bebés con lejía para evitar que les dé escabiosis, mejor conocida como sarna carcelaria. Sabemos ya el nombre y apodo de alguno de esos torturadores: Montaña. Y también sabemos de los cuerpos que han salido con señales de tortura y de las autopsias cómplices que Medicina Legal llena y donde indistintamente escribe que la causa de muerte fue edema pulmonar, que es tan vago como decir que alguien murió porque dejó de vivir.
Muchos, en cambio, creen saber y no saben nada. Mucha gente alrededor del mundo que ha visto a algún youtuber pasear en un tour guiado por el Cecot, la mega cárcel que Bukele construyó, cree saber de la realidad de los penales de El Salvador. Pero eso, como toda estrategia de Bukele, es solo la escenificación que él quiere mostrar. De eso que muestran los seudoperiodistas de lo viral es de lo que Bukele quiere que se discuta y no de las otras 21 prisiones, repletas de hombres y mujeres sin tatuajes ni antecedentes; ni tampoco de los cuerpos que desde las prisiones han llegado a los hospitales públicos en extrema desnutrición.
Sabemos, pues, que esas cárceles, que ahora Bukele ofrece a Trump, han sido centros de tortura y muerte.
Entendiendo la masiva ola de titulares que eso le daría y la posición de leal servidor del trumpismo en que una oferta así lo ubica, Bukele ha propuesto alquilar sus cárceles a Estados Unidos, y con ello ha vuelto a poner sobre la mesa uno de sus más cuidados secretos. Lo que toca no es celebrar la oferta del salvadoreño y saturar esas cárceles con más desdichados de otros países. Lo que toca no es internacionalizar la barbarie. Lo que toca es seguir investigando lo que padecen quienes ya están ahí y seguir exigiendo transparencia sobre el manejo de esas mazmorras.
(ers)