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Chile: madurez tras Pinochet

Diego Zúñiga11 de marzo de 2015

A 25 años del retorno de la democracia, el país sudamericano enfrenta nuevos desafíos. La situación política es lo suficientemente estable como para hacerles frente, opina Diego Zúñiga.

Chiles Präsidentin Michelle Bachelet
Imagen: Reuters

Desde que el 11 de marzo de 1990 el dictador Augusto Pinochet entregara el poder en Chile, luego de perder unas elecciones donde, citando a un conocido titular de la época del diario Fortín Mapocho, “corrió solo y salió segundo”, muchas cosas han cambiado en el país sudamericano. Chile no solo se posicionó como uno de los estados más estables y prósperos de la región, sino que también ha sabido, lenta pero sistemáticamente, afianzar una democracia que en un comienzo fue frágil debido a las presiones de los grupos de poder encarnados básicamente por el Ejército, que siguió siendo comandado por Pinochet hasta 1998, y la Iglesia católica.

El primer gobierno democrático tras 17 años de régimen militar fue, según una consigna de esos años, un buscador de justicia “en la medida de lo posible”. Patricio Aylwin, un demócrata cristiano que encabezó un mandato de corte restaurador, debió conciliar la necesidad de buscar la verdad sobre las violaciones a los derechos humanos con el mantenimiento de los equilibrios con Pinochet y los suyos. Difícil tarea. Su sucesor, el también DC Eduardo Frei, intentó abrir las puertas de Chile para que el mundo entrara en el país, firmando tratados comerciales que afianzaron el camino asumido en plena dictadura -una economía de libre mercado-, aunque la Concertación, el conglomerado que gobernó Chile entre 1990 y 2010, buscó darle un tinte más social.

Cuando hace exactos 25 años Aylwin asumió el mando ante un Congreso que retomaba también sus funciones tras 17 años de obligado receso, el aplauso atronador de quienes incluso derramaron lágrimas al ver la banda tricolor en el pecho de una autoridad elegida democráticamente, resonó durante largos minutos, mientras Pinochet hacía abandono del recinto. Comenzaba entonces otra era para Chile, donde muchos de los exiliados optaron por retornar al país para escribir un nuevo capítulo de sus vidas.

En ese episodio, Alemania jugó un papel fundamental. Tanto Bonn como Berlín abrieron sus puertas tras el golpe de Estado de 1973 para recibir a cientos de chilenos que no tenían dónde seguir sus vidas. La actual mandataria, Michelle Bachelet, es un ejemplo de ello. La jefa de Estado, que también este mismo 11 de marzo cumple un año de su segundo período, vivió en Berlín Oriental, donde nació su primer hijo y donde continuó sus estudios de Medicina que finalmente terminó en la Universidad de Chile. La Concertación devolvió el favor haciendo una concesión muy polémica en su momento: acogió en Santiago a Erich Honecker. Hasta el día de hoy, su viuda, Margot Honecker, vive en una casa de la comuna de La Reina.

Como es lógico, y teniendo presente que la mayoría de los chilenos no vivieron el golpe de Estado de 1973 y muchos ni siquiera vivían para el Plebiscito del Sí y el No de 1988 que marcó tan profundamente al país, Chile poco a poco empieza a dejar atrás su difícil pasado, aunque sin olvidar las huellas imborrables de éste. Se ha hecho justicia, aunque hasta el día de hoy muchos lamentan que ésta no alcanzara directamente a Pinochet. Pero Chile ha sido capaz de reconstruirse, de ser gobernado por una derecha elegida democráticamente entre 2010 y 2014 y de retomar la senda de la centro-izquierda desde marzo del año pasado sin que tambalearan las instituciones. Eso habla de una democracia madura y preparada para los desafíos. Habla de que la famosa “transición”, palabra que tanto marcó a los chilenos en los 90, es también parte del pasado.

Ahora Santiago debe demostrar que esa madurez es la suficiente como para enfrentar sus nuevos problemas: las demandas sociales, el desinterés de los electores por la política y los casos de corrupción y escándalos políticos que golpean tanto a la derecha como al gobierno aparecen en el horizonte como asuntos a los que hay que poner atención. Un cuarto de siglo es tiempo suficiente para dejarse de excusas y enfrentar los cambios que un país moderno requiere.

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