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Dagmar Zillig, la doctora

16 de abril de 2010

Dagmar Zillig es una mujer pegada a un maletín: la medicina fue desde siempre su vocación y la practica, asegura, las 24 horas del día. De esta profesión y su amor por la naturaleza se compone su filosofía de vida.

Comida de gatos- ése es el aspecto que tiene, al menos si vive entre humanos, el desayuno de un erizo. Dagmar Zillig lo sabe bien: en el sótano de su casa ha acogido a 18 de estos animalillos porque, de lo contrario, no sobrevivirían al frío invernal.

Antes de partir hacia la estación de la Cruz Roja en Rostock-Warnemünde, en el norte germano, la médica de urgencias ha de encargarse de que sus pequeños inquilinos coman. A las siete de la mañana empieza a trabajar el primer turno, así que sólo cuando le corresponde el segundo inicia Zillig el día con tranquilidad.

Dagmar Zillig va poco al cine pero, si ha de elegir una película, prefiere que tenga relación con la naturaleza. “Es por mi infancia”, explica. Zillig se crió cerca de un pueblo llamado Chorin, en el Estado alemán de Brandemburgo.

En Warnemünde, el puerto de Rostock, quiere vivir Zillig cuando se jubile.Imagen: DW

Su hogar era un viejo monasterio fuera de servicio y su padre el guardabosques de la zona. “De niña, los juguetes no me hacían demasiada ilusión. No sabía muy bien qué hacer con ellos. Pero el bosque, ¡el bosque sí que me divertía!”, recuerda.

Todavía hoy, casi todos sus hobbies los practica al aire libre: la vela, el buceo, viajar… o la colaboración con la Sociedad Alemana para el Salvamento Marítimo.

Un marido en alta mar

Médica quiso ser Zillig desde muy pequeña. En 1975 se marchó a Rostock a estudiar medicina y acabó graduándose como cirujana. En 1996, cambió los quirófanos por la asistencia en emergencias y es ahora uno de los pocos miembros femeninos de la Cruz Roja de Rostock.

“Éste es un trabajo difìcil para las mujeres”, dice, “combinarlo con la familia no resulta nada fácil”. Zillig no tiene hijos. No por falta de ganas, confiesa, pero “al principio no podía ser y cuando se pudo, era ya demasiado tarde”.

A su marido, Zillig lo conoció navegando. Hoy, él es oficial de máquinas en un buque mercante y, aunque pasa en casa sólo dos meses de cada cuatro, juntos forman un sólido equipo. “Cuando mi padre se puso enfermo, mi marido se cogió seis meses libres sin pago”, cuenta la médica.

Ya mayores, los padres de Zillig fueron trasladados a Rostock. La madre murió primero. El padre sufrió un derrame cerebral. Durante nueve años se ocupó Zillig de cuidarlo y, al final, los dos dieron con el modo de comunicarse. “Todo el mundo me decía que mi padre no estaba en condiciones de comprenderme. Pero yo sé que me entendía perfectamente”.

La “terapia del médico”

También en la medicina, el afecto y la cercanía pueden ser decisivos, de eso está segura Zillig. En la sede de la Cruz Roja en Rostock se dispara la alarma. Es la tercera emergencia de esta tarde. Un hombre presenta una reacción alérgica- probablemente a un medicamento.

18 erizos pasan el invierno en el sótano de Zillig.Imagen: DW

Cuando Zillig hace acto de presencia, no duda en acercarse a él, en tocarlo y acariciarle la mano. “Lo más importante es hacer ver al paciente que estás ahí y que todo va a salir bien”, explica más tarde.

Funciona. El hombre se ha relajado y empieza a respirar regularmente. “Es lo que nosotros llamamos la ‘terapia del médico’”, dice Zillig entre risas.

Desde que su padre murió, nadie la espera cuando llega a casa. Aún así, Zillig no se siente sola. Planear las próximas vacaciones con su marido, preparar la siguiente conferencia médica… siempre hay algo que hacer. Y los erizos siguen en el sótano. Y también están los vecinos.

“A mi puerta siempre llama alguien. Aquí viven otros dos médicos pero cuando pasa cualquier cosa, vienen a buscarme a mí”, constata Zillig. “Cuando se es médico, la jornada laboral no acaba nunca: estás de servicio las 24 horas del día”.

Autora: Luna Bolívar Manaut

Editor: Enrique López Magallón