El mundo desde casa
10 de noviembre de 2015 Como canciller, Helmut Schmidt era una autoridad. No fue muy querido, pero sí respetado, dice Volker Wagener.
Helmut Schmidt era un icono de estilo. Estableció nuevos estándares. Sus discursos en el Parlamento alemán están entre aquellos que uno recuerda. De hecho, su modulación vocal, en sí, ya era característica. Era un maestro de la lengua hablada. De esos que dan sonido a los signos de puntuación. Todo esto combinado con su aura de cabeza de familia estricto, siempre superior y, solo en ocasiones, moderadamente suave. Durante varias generaciones, Schmidt fue de los pocos capaces de explicar un mundo complejo o, en palabras de su biógrafo: fue el hombre más joven de su edad.
De su compañero de partido y predecesor, Willy Brandt, le separaba un mundo. Ambos venían de dos espectros sociológicos e ideológicos totalmente diferentes dentro de la socialdemocracia. Por un lado, Brandt era capaz de agitar corazones y actuó como avivador de la situación política. Era un dirigente para soñar. Schmidt, sin embargo, representaba a los plebeyos. Pragmático hasta el aburrimiento, buscaba siempre llegar a la cabeza de la gente. Le preocupaba la gestión de las crisis. Y durante su mandato se tuvo que enfrentar a un montón de ellas. Para él, las visiones políticas eran una pesadilla. Quien tenga visiones, debería ir al médico, solía decir lacónicamente.
Un ciudadano medio elitista
Helmut Schmidt era un fenómeno. Aquellos que no sólo se acuerden del Schmidt de su era pos política, sino también de su etapa como canciller en la década de los 70 y principios de los 80, ya se han jubilado. Después de dejar la política de alto nivel, Schmidt se convirtió en el doctrinario, a veces gruñón maestro de escuela, con esa convicción de quien cree que siempre lleva la razón. Prueba de su seguridad en sí mismo y de que nunca le importó lo más mínimo la época en la que le tocó vivir fue la violación constante de la posibilidad de fumar, en cualquier momento y en cualquier lugar. Y es que el excanciller podía ser terrible y políticamente incorrecto. Schmidt fumaba incluso en las zonas de prohibición más estricta, y a nadie se le ocurría siquiera llamarle la atención. A pesar de que tenía un poco de elitista, él, sin embargo, se vio siempre como un ciudadano medio. El saludo socialdemócrata “camarada” rara vez se apoderó de sus labios. Eso sí, una de sus señas de identidad fue que trataba de usted incluso a sus amigos más cercanos.
Políglota en Longhorn
Helmut Schmidt fue un tipo que, de muchas maneras, fue más allá de los estándares e imágenes marcadas. Para ser socialdemócrata estaba visiblemente alerta a las necesidades del mercado y conocía su funcionamiento. Además, como burgués ilustrado, si hubiese querido tampoco habría sido un ser extraño en las filas de los conservadores y liberales. Y si no, cómo se explica la atípica relación izquierdista que mantenían Schmidt y el liberal-conservador presidente francés Giscard d´Estaing.
El aristócrata francés, máximo representante de la Gran Nación, tuvo que soportar reproches por visitar tanto de forma oficial a Schmidt en la Cancillería de Bonn, como de manera privada en su residencia de Hamburgo-Langenhorn. Tanto el comparativamente pequeño pero práctico bungalow que tenía a las orillas del Rin, como la modesta residencia privada de Langenhorn resultaban poco adecuadas para impresionar al gran maestro de París. Para un hombre como Schmidt, con tanta confianza en sí mismo, este tipo de cosas no eran símbolo de estatus. Su conexión con Giscard fue más a nivel intelectual. Schmidt era un hombre que podía distinguir el arte de la artesanía, que era capaz de tocar el piano de forma más que aceptable y que escribió libros y cientos de artículos periodísticos. Estaba en el mundo desde su casa y –no libre de vanidad- lo demostró. Helmut Kohl lo expresó de esta manera: “haciendo alarde de su arrogancia urbana”.
Canciller de lo posible, no de lo deseable
Sus cualidades eran evidentes en situaciones de crisis. Cada época tiene sus protagonistas. Y en la época pos Brandt, a partir de 1974, llegó el momento de Helmut Schmidt. Durante su mandato sufrió dos grandes crisis del petróleo y tuvo que tomar medidas contra los costosos deseos sociales auspiciados por su predecesor, Willy Brandt. No sólo el éxito económico, sino también su capacidad de gestionar crisis representó su etapa como primer ministro.
Su mayor reto fueron los atentados bomba provocados por la Fracción del Ejército Rojo, que pusieron a prueba la capacidad del Estado. Su política de mano dura en la lucha antiterrorista fue un éxito. Siempre fiel a su lema: “Incluso las democracias necesitan liderazgo”.
Gobierno en contra del espíritu de la época
Menos espectacular, pero socialmente antipopular fue el papel de Schmidt en el debate del rearme que tuvo lugar en los años 80. La modernización de los misiles de la Unión Soviética requería una respuesta y Schmidt fue el primero al que los estadounidenses alertaron sobre la capacidad de destrucción de los cohetes nucleares de medio alcance con los que Moscú puso en jaque a Europa Occidental. En aquel momento de auge pacifista, en plena fase de crecimiento de los alternativos verdes, Schmidt puso en marcha una política diametralmente contraria al espíritu de la época.
No actuó solo contra la opinión imperante en amplios sectores de la población, sino también en contra de la mayoría de su partido. Y es que el concepto de doble vía de la OTAN –actualización y negociación-, en última instancia también su concepto, hizo arrodillarse económicamente a la Unión Soviética.
Sólo la caída del bloque del Este le libró del aislamiento al que le sometieron como canciller. Schmidt sentía el principio de equilibrio de poder como requisito previo para conseguir la paz. Al igual que Bismarck, tuvo éxito. Y es que Helmut Schmidt no sólo escribió un gran capítulo en la historia de Alemania como quinto canciller sino que, tras las elecciones de 1982, siguió siendo durante décadas un ilustre pensador alemán.