Ferguson cambió a los EE. UU.
9 de agosto de 2015 Desde hace un año, los conflictos raciales tienen un nuevo nombre en Estados Unidos: Ferguson. La muerte del joven Michael Brown a consecuencia de la violencia policial y la inesperada vehemencia de las protestas, que derivaron en violentos disturbios, no solo estremecieron a la pequeña y humilde localidad del estado de Missouri, sino a todo el país. Ferguson cambió a Estados Unidos.
Es cierto que otros adolescentes negros habían sido baleados por policías blancos antes que Brown. Es cierto que los conflictos raciales eran ya, antes de la muerte de Brown, una herida abierta y dolorosa, para la que no parece haber remedio a la vista. Pero las imágenes de aquellos belicosos enfrentamientos, de policías imponiéndose a porrazos, de la ciudad tomada por militares, así como las evidencias de una policía local prejuiciada por el racismo, marcaron persistentemente a muchos ciudadanos.
El concepto de poder estatal se ha cargado con la connotación de peligro. En el pasado, ante cualquier conflicto entre guardianes del orden y jóvenes negros, los estadounidenses solían posicionarse instintivamente del lado del Estado. Hoy por hoy, la ciudadanía le ha retirado esa confianza incondicional a la Policía.
Racismo y violencia policial
Los conflictos raciales arden, desde entonces, inseparablemente ligados a la brutalidad policial. Un vínculo fatal, que ha seguido cobrándose vidas a lo largo del año, en Cleveland, North Charleston y Baltimore. Entretanto, casi la mitad de los 50 estados del país se ha pronunciado por incorporar cámaras de video a los uniformes policiales, ha ordenado entrenamientos adicionales de sus fuerzas del orden o exige la creación de comisiones de investigación independientes. Estas podrían ser señales de que las autoridades intentan aprender la lección.
La propia Ferguson ha cambiado en este año. Las primeras elecciones locales tras los disturbios desembocaron en un resultado contundente: la participación política se redobló y la cifra de representantes negros en el ayuntamiento se triplicó, desbancando a la otrora mayoría blanca.
Además, Ferguson cuenta con un nuevo jefe de Policía, un nuevo administrador municipal y nuevos jueces, todos afroamericanos, que representan así a la mayoría de la población de esta localidad. Y otra buena noticia: tras un contundente informe del ministerio estadounidense de Justicia, se ha aplacado la provocadora práctica de recaudar fondos para las empobrecidas arcas estatales con multas de toda laya.
Sin embargo, Ferguson es hoy, más nunca, una ciudad dividida. La desconfianza entre las comunidades blanca y negra se profundizó con los disturbios. La Policía intenta mezclarse en iniciativas comunitarias y lleva cámaras en sus uniformes. Pero está lejos de ser aceptada por la población mayoritariamente negra de la ciudad.
Del dicho al hecho
Ferguson no solo cambió al país sino también a su primer presidente negro. Hasta bien avanzado su segundo mandato, Barack Obama se resistió a posicionarse del lado de la comunidad afroamericana en los conflictos raciales. Pero, después de Ferguson, fue explícito, tomó posición y criticó abiertamente a la policía y al sistema de Justicia por su trato diferenciado a jóvenes negros y latinos, en contraste con sus pares blancos. Su conmutación de sentencias a jóvenes condenados por delitos relacionados con drogas y su impulso a una reforma del sistema de Justicia, indican que el presidente aspira a más que a posicionamientos verbales.
Los conflictos raciales acompañan a los Estados Unidos desde su nacimiento. Están incrustados en su ADN. Para profundizar en ellos, el país tendría que empezar por sincerarse. Este sigue siendo un reto para un presidente que se ha fortalecido en el ocaso de su mandato.
Quizás los éxitos de los últimos meses animen a Obama a hacer lo que sus seguidores le piden desde hace mucho: sostener un gran debate sobre el conflicto racial. Un debate que no solucionará los problemas de la noche a la mañana, pero que podría cambiar a Estados Unidos y el mundo.