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Genocidio cultural de Pekín contra los uigures

Matthias von Hein
25 de noviembre de 2019

Documentos filtrados prueban que China somete a un pueblo entero a un monstruoso experimento. Europa tiene que enfrentar a Pekín con una sola voz, opina Matthias von Hein.

Las cámaras de vigilancia son ubicuas en Urumchi.
Las cámaras de vigilancia son ubicuas en Urumchi.Imagen: Getty Images/AFP/P. Parks

Lo sabemos desde hace mucho tiempo. La evidencia se ha vuelto cada vez más densa a lo largo de los años. Y ahora, los llamados "Cables de China" lo han confirmado: los campamentos que muestran las imágenes satelitales de la provincia de Xinjiang, en el noroeste de China, son campamentos de reclusión forzada, sometidos a un régimen draconiano en el que incluso el número de veces que se acude al baño está estrictamente regulado.

Las autoridades chinas han insistido repetidamente en que los campamentos sirven a la formación profesional, y en que los allí internados pueden abandonarlos en cualquier momento. Documentos oficiales del propio Gobierno refutan ahora esa mentira.

En Xinjiang, el Partido Comunista de China intenta forzar a la realidad, por todos los medios, a convertirse en esa "sociedad armónica" a la que aspira su retórica. Con el lavado de cerebro sistemático y la opresión masiva, pretenden alejar a los uigures de sus raíces culturales y religiosas, de naturaleza islámica. En su lugar, debe imponerse la lealtad al partido.

Al menos un millón de personas en campamentos

Se estima que al menos un millón de uigures se hallan detenidos y están siendo adoctrinados por la fuerza en esos campamentos. ¡Eso sería uno de cada diez! Deben cantar canciones comunistas durante horas y confesar sus "errores". Como uno de los peores "errores" cuenta la práctica de la religión. Quien aspire a ser liberado debe renunciar a su religión y ser capaz de hablar bien chino.

Matthias von Hein, editor de DW.

Pero la libertad no es precisamente lo que aguarda a quienes logran salir, sino, en el mejor de los casos, una prisión al aire libre. Las cámaras de vigilancia son ubicuas en la provincia de Xinjiang. Los permanentes controles policiales escanean habitualmente los teléfonos móviles. La entrega de muestras de ADN es obligatoria, así como el escaneo del iris y las huellas digitales. La vigilancia es integral. Se extiende a hogares y familias. Probablemente no haya otro lugar en el mundo con una práctica de espionaje comparable.

Los hombres son forzados a afeitarse la barba. Las mezquitas, demolidas. Y los lugares de peregrinación, arrasados. Barrios enteros desaparecen bajo el pretexto de la modernización, como el casco antiguo de Kashgar, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Todo lo que recuerde a una identidad uigur independiente termina borrado.

Y todo esto está justificado por la lucha contra el terrorismo. De hecho, también desde el lado uigur ha habido violencia y terror. En un exceso sangriento, casi 200 personas fueron asesinadas en la capital provincial de Urumchi hace diez años. Pero los ataques tienen un origen más sociológico que ideológico-religioso. Durante el último medio siglo, los uigures no solo se han convertido en una minoría en su oficialmente "autónoma" región de Xinjiang, debido al asentamiento masivo de chinos de la etnia Han. Además, son ciudadanos de segunda clase, con significativamente peores perspectivas laborales y de futuro.

Ilham Tothi, supuesto líder separatista

Pekín, por su parte, nunca ha dado cabida a la autocrítica. Al contrario, ha apostado exclusivamente por la “mano dura”. Incluso aquellos que han abogado por el intercambio y el entendimiento, por tender puentes, han sido rigurosamente silenciados. Gente como Ilham Tohti. El profesor de economía ha hecho campaña durante años por un diálogo pacífico, ha recibido varios premios de derechos humanos. Sin embargo, fue sentenciado a cadena perpetua por presunto separatismo en 2014.

Hace casi exactamente un año, durante su última visita a China, el ministro alemán de Relaciones Exteriores, Heiko Maas, declaró que "no podemos aceptar campos de reeducación". Pero, fuera de una respuesta de su homólogo chino, Wang Yi, de que estos son "asuntos internos de China", esto no ha tenido ninguna consecuencia notable.

A pesar de ser críticos con la situación de los derechos humanos en Xinjiang, las empresas europeas, incluidas corporaciones alemanas como VW y Siemens, continúan operando grandes fábricas allí. El liderazgo chino es muy consciente de la gran atracción de su mercado, y de la especial dependencia de Alemania del acceso a él.

China conoce la notoria polifonía del coro europeo. Por eso Europa tiene que enfrentar a Pekín con una sola voz. Y si Europa toma sus muy nobles y cacareados valores en serio, debe estar lista para pagar el precio.

(rml/jov)

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