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Irak: la guerra que no termina

Peter Philipp9 de abril de 2004

Nuevas explosiones en Bagdad, reportes de secuestros, violencia: es el panorama que presenta Irak, un año después de que el mundo viera desplomarse la estatua de Saddam Hussein.

Simbolismo ambiguo: La imagen que hace un año dio la vuelta al mundo.Imagen: AP

El derribo de una de las mayores estatuas de Saddam Hussein, el 9 de abril del 2003, en Bagdad, tuvo un gran valor simbólico. Pero no fue el que imaginaron entonces las tropas estadounidenses y sus aliados: la acción, que debía representar el término de un régimen brutal, simbolizó también los problemas que aguardaban a las fuerzas de ocupación: el pedestal del monumento resultó extremadamente resistente y hubo que emplear una gran fuerza para lograr hacerlo caer definitivamente. Por otra parte, todos recuerdan al soldado que, en un primer arrebato de euforia, cubrió la cabeza del dictador iraquí con la bandera estadounidense, que posteriormente retiró. Por mucho que detestaran a Saddam, muchos iraquíes se sintieron humillados y ofendidos.

Creciente resistencia

En el año transcurrido, Irak asumió, en cierto sentido, el papel de esa estatua. Washington había esperado poder imponer una "pax americana" en el país, pero no contaban, por lo visto, con la resistencia que le salió al paso. La falta de tino de la "coalición" impulsa a cada vez más iraquíes a sumarse abiertamente a quienes se rebelan contra la ocupación. Así ocurre ahora con los seguidores del líder chiíta Muqtada al Sader, tan joven como radical.

Un año tras el término de la guerra en Irak, ésta parece recién comenzar en serio. Una guerra como la que se temía: con combates en las ciudades, contra un enemigo invisible que se oculta entre la población civil o en las mezquitas. Washington no tiene una receta eficaz para poner fin a la violencia, como tampoco la tienen, por ejemplo, los israelíes en su conflicto con los palestinos. El secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld, y otros afirman que a la violencia hay que responder con violencia. Las tropas se refuerzan, en vez de reducirse, y se lanza la persecución contra Muqtada al Sader, pese a que es evidente que el problema no se puede resolver por la vía militar.

Salida incierta

Por otro lado, Estados Unidos no puede retirarse simplemente. Ello le costaría la reelección al presidente George W. Bush. Pero eso sería lo de menos. Lo más grave es que Irak caería de lleno en el caos y habría que despedirse de la idea de una transición hacia la democracia. Tras décadas de dictadura y sangrienta opresión, los iraquíes merecen algo mejor; no convertirse en colonia estadounidense sino sentar las bases para un estado secular que dé garantías a todos sus ciudadanos. No es lo que promete Muqtada al Sader, quien sueña con una república islámica como la que ni los propios iraníes quieren ya.

Estados Unidos intenta sentar dichas bases para la democratización. Pero todo lo que proviene de Washington cae bajo la sospecha de ser parte de una estrategia para poder controlar a largo plazo la región. La única salida sería entregar la responsabilidad de la transición política iraquí a las Naciones Unidas. Sin embargo, en las actuales circunstancias, no resulta nada claro bajo qué condiciones estaría dispuesta la ONU a hacerse cargo del problema.

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