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Julian Assange, un perseguido político

Barbara Wesel
19 de mayo de 2017

Suecia cerró la investigación contra Julian Assange, pero los británicos siguen empeñados en arrestarlo. El tira y afloja en torno al fundador de Wikileaks perjudica al estado de derecho, opina Barbara Wesel.

Großbritannien Botschaft von Ecuador in London
Imagen: Getty Images/AFP/D. Leal-Olivas

Julian Assange es un egocéntrico antipático, no hay vuelta que darle. Hace años ya que sobreexigió la paciencia de sus simpatizantes británicos. Y desde que se sospecha que estuvo tras la publicación de los mails privados de Hillary Clinton, que quizás le hayan costado el triunfo electoral, su fama de héroe de la transparencia en la red se arruinó. Algunos de sus críticos ven a Assange como amigo de Putin y como alguien que apoya a Trump. El australiano siempre ha refutado esos reproches, pero no ha podido desembarazarse por completo de las sospechas. Pero todo eso no tiene nada que ver con el fondo del asunto.

 

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Los fundamentos del derecho

De lo que se trata es de nuestros propios principios en materia de derecho. Porque la forma en que se ha tratado a Julian Assange ya solo se puede catalogar de persecución política. Desde el comienzo estaba claro que el proceso sueco de investigación en su contra era un asunto dudoso. Se le acusó de violar y acosar sexualmente a dos mujeres que se habían metido en la cama con él voluntariamente. Lo que ocurrió después en la privacidad de los muros de las correspondientes alcobas no puede ser probado; en todo caso, no hubo violencia evidente. Ante la corte, el fiscal solo podría haber contrapuesto la palabra de uno a la palabra de la otra.

También en la serie de instancias judiciales que Assange recorrió para evitar su extradición a Suecia, hasta llegar a la Corte Suprema en Londres, quedó en evidencia cuán poco sólidas eran las acusaciones en su contra. No obstante, los jueces británicos se remitieron a la independencia de sus colegas suecos. Además, formalmente estaba en vigor la orden internacional de captura. Assange eludió finalmente la extradición refugiándose en la embajada de Ecuador en Londres. Desde hace años permanece allí, virtualmente preso, esperando una solución política de su caso.

Ahora Suecia ha puesto fin a la investigación. Solo en noviembre de 2016 -siete años tras el comienzo del drama en torno a Assange-, la Fiscalía sueca se decidió a ordenar que se interrogara al inculpado. Algo que, como cabía esperar, tampoco hizo avanzar la investigación.

La historia continúa

Barbara Wesel.

Pese a todo, no se abre ahora la puerta de ese poco llamativo edificio de la Hans Street en Londres, donde una vez más los periodistas esperan noticias. Porque la policía británica declaró que si Julian Assange pone un pie en la calle, será detenido. ¿Por haber violado las reglas de la libertad condicional o porque no se ha levantado la orden internacional de captura? Las explicaciones no son del todo claras, pero la intención parece evidente: por motivos inexplicados, las autoridades no quieren dejar partir a Assange.

No hay que ser adepto a las teorías de la conspiración para sospechar que están en juego poderes oscuros. Porque Assange en verdad tiene algo que temer del nuevo gobierno de Washington. Republicanos de alto rango ya han demandado que se lo meta a la cárcel. Y una vez más circula el rumor de que se prepara una acusación contra el australiano. El gobierno británico no confirma ni desmiente que haya un pedido de extradición de Estados Unidos.

Aquí se ha traspasado hace tiempo el límite de lo aceptable. No es necesario tenerle simpatía a Assange ni estar de acuerdo con las revelaciones de Wikileaks, pero él tiene derecho a un proceso transparente y justo, de acuerdo a las reglas del Estado de derecho. Lo que se hace con él, en cambio, es una burla de dichos principios y raya en la arbitrariedad. Semejante proceder se conoce de la Turquía de Erdogan. Pero en la Unión Europea no es permisible. Y Gran Bretaña todavía es miembro de la UE. La persecución de Julian Assange da la impresión de una justicia supeditada a la política.

Autor: Barbara Wesel (ERS/DZC)

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