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10 de marzo de 2009

Los pesos están repartidos de manera desigual en la balanza: cinco millones de tibetanos por un lado y 1.300 millones de chinos por otro.

Aquí está un territorio presuntamente autónomo habitado por una minoría marginada –aunque apoyada por una vigorosa comunidad de exiliados– y allá, la potencia mundial con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la tercera economía más importante a escala internacional, el país con la mayor reserva de divisas del planeta. Precisamente en tiempos marcados por la crisis financiera, China es un socio codiciado, independientemente de cómo luzca su balanza en materia de derechos humanos.

El diálogo de Pekín con los exiliados tibetanos parece ser más bien una coartada. Aunque el Dalai Lama repite sin cesar que él solamente aspira a una auténtica autonomía para el Tíbet dentro de la confederación china, los medios y las autoridades chinas insisten en catalogarlo de separatista y traidor.

Aparentemente, Pekín está apostando a una solución biológica del conflicto; después de todo, el Dalai Lama tiene más de setenta años, tampoco él va a vivir para siempre. En su renuencia a dialogar con él, Pekín sabotea una valiosa oportunidad. Y es que este Dalai Lama es una figura integradora irremplazable; el otoño pasado lo demostró convenciendo a las fuerzas más radicales de la diáspora tibetana de comprometerse con su postulado de no violencia, con su “camino del centro“. Pero él necesita interlocutores en Pekín. Y el Estado chino está liderado actualmente por una figura conocida por su férrea posición de cara al Tíbet: Hu Jintao.

En 1989, cuando se conmemoró el trigésimo aniversario del alzamiento tibetano con manifestaciones en Lhasa, Hu era jefe de partido en el Tíbet. Él proclamó el derecho de guerra y dejó que sus soldados reprimieran la protesta de manera brutal.

Sin embargo, también hay señales esperanzadoras. Hace veinte años no había una sola voz crítica que se opusiera a la represión de los tibetanos. El año pasado, cuando el ejército chino aplacó las protestas en las que se clamaba por mayor autonomía, la situación se mostró muy distinta. Intelectuales chinos se manifestaron mediante cartas abiertas a favor de los derechos de los tibetanos y abogados chinos se ofrecieron para defender a los protestantes encarcelados.

La imagen que muchos chinos tienen del Tíbet está empezando a cambiar – especialmente entre los miembros de la creciente clase media, un grupo de casi 200 millones de personas. Antes, lo único que los chinos asociaban con el Tíbet era pobreza y suciedad. Hoy el Tíbet es percibido como sinónimo de riqueza espiritual y auténtica naturaleza. En vista del vacío espiritual prevalente en China, muchos han descubierto el budismo tibetano.

Les guste o no, los tibetanos se han convertido en rehenes del desarrollo democrático en China. Desde hace ya mucho tiempo el Dalai Lama y los tibetanos han exigido sus derechos y puesto sus demandas sobre papel.Los derechos de las minorías, tal y como se presentan en la Constitución, son ejemplares. Pero en realidad no se aplican. Y no hay una Corte Constitucional frente a la cual se pueda exigir su cumplimiento. La esperanza del Tíbet es, precisamente, la democratización de China.

Matthias von HeinImagen: DW


Autor: Matthias von Hein

Editor: Pablo Kummetz

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