Cada aniversario se revisan los minutos previos a que sonaran los martillos y los cinceles, se escuchan los testimonios y los medios entrevistan a los protagonistas de aquellas jornadas. Se celebra el fin, físico y simbólico, de una estructura, pero también el momento del derrumbe de las máscaras.
Cuántas de aquellas personas que vemos en las fotos mientras golpeaban el hormigón hace 35 años fueron a trabajar los días previos al 9 de noviembre de 1989 y asintieron ante los reclamos ideológicos de sus superiores.
Cuántas acudieron sumisas a una reunión de su núcleo partidista, delataron a un vecino ante la temida Stasi o participaron en algún acto político en el que entonaron canciones de victoria y gritaron consignas que pronosticaban la eterna superioridad del comunismo.
Cuántas simularon obediencia al sistema hasta el último momento, temerosas de un castigo o deseosas de obtener alguna prebenda.
Comprender los mecanismos que en los modelos autoritarios hacen del simulacro una forma de sobrevivencia social resulta vital para descifrar la duración de estos sistemas y aventurar la fecha de su caída.
Mientras fingir adhesión al régimen sea más seguro y beneficioso que oponérsele, la dictadura puede mostrar a cientos de miles o millones de individuos que aparentan vivir en el mejor de los modelos posibles.
Las portadas de las revistas y periódicos se mantendrán llenas de obreros sonrientes, militares dispuestos a dar hasta su última gota de sangre por "el amado líder" y delegaciones extranjeras que llegan al país para aplaudir los logros alcanzados. Eso, hasta un día.
Un viejo chiste sobre la Unión Soviética mostraba al sistema comunista como un tren paralizado, sin línea férrea por delante, pero donde los pasajeros se sacudían, daban pequeños saltos y ponían cara de asombro ante el supuesto paisaje que pasaba ante sus ojos, cuando en realidad los vagones no se habían movido ni un centímetro del lugar.
Bajo el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), aparentar era más importante que ser. Ponerse el antifaz significaba seguir con vida o caminar por las calles en lugar de habitar una oscura celda. Interpretar el papel de la conformidad ayudaba, además, a alcanzar algún que otro privilegio.
De ahí que aquel noviembre en Alemania no solo se vino abajo el muro, sino que también colapsó la necesidad de decir en voz baja las opiniones políticas, de disimular las críticas a los dirigentes y de cantar, sin convicción, loas al comunismo.
Lo que golpearon no fue solo una barrera que separaba a los berlineses de sus propios paisanos al otro lado, fue mucho más. Por eso hoy, ante los micrófonos y las cámaras pueden aplaudir o lamentarse de cómo salieron las cosas tras aquellos días de euforia.
Tienen la libertad para señalar los logros y las decepciones, los beneficios y los tropiezos en estas más de tres décadas. Se ganaron el derecho a hacerlo, a no llevar máscara alguna, a golpe de cincel y martillo.