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Opinión: Una potencia mundial dubitativa

Alexander Kudascheff3 de octubre de 2015

La Alemania unificada, aunque exitosa y admirada, es muy insegura de sí misma. Un país al que ya nadie debe temer, pero que todavía es muy voluble, opina el redactor jefe de DW, Alexander Kudascheff.

Imagen: picture-alliance/dpa/J. Woitas

Hace 25 años que Alemania es un solo país. En estos 25 años, el este y el oeste alemanes crecieron juntos y, sin embargo, aún son diferentes en muchos aspectos, y hasta extraños el uno para el otro. De eso se quejan los alemanes, pero quejarse también es típicamente alemán, ya que las diferencias entre el oeste y el sur y entre el norte y el este ya pasaron a la historia. Para los alemanes, un estado centralizado no es algo que se sobreentiende, como lo es para nuestros vecinos franceses. Alemania siempre fue una alianza de países, de regiones y de diferencias.

Alemania, un cuarto de siglo después del milagro político de la unidad, es un país querido por muchos. Un país reconocido. Un país importante en el mundo. Un país con una increíble fuerza económica y con un sistema social admirado en todo el planeta. Un país que no apuesta a la fuerza de las armas sino a la diplomacia, a la moderación y al poder de convicción. Una república profundamente democrática, todo lo contrario del Tercer Reich, temido por los países vecinos y más tarde por el mundo entero.

Alemania, uno de los países más influyentes

El mundo tiene sus ojos puestos en Alemania y, en especial, en Angela Merkel. Incluso sin ser miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, la opinión de Alemania en la figura de su canciller tiene validez, sobre todo en Europa, pero también en el mundo. Alemania, esta potencia mundial cuidadosa y vacilante, es un peso pesado a nivel económico y político y está entre los cinco países más influyentes del planeta. Así y todo, es un país inseguro, sobre todo de sí mismo, ya que no sabe manejar su nuevo rol ni las expectativas que despierta. Sabe bien que debe asumir más responsabilidad y hasta afirma que quiere hacerlo. Pero, en realidad, en el fondo –y apoyado en esto por la gran mayoría de sus ciudadanos– no quiere.

Alemania está, en el aspecto político, profundamente anclada en Occidente. Una política ambivalente como la de la Guerra Fría es ya impensable. Y, sin embargo, la república oscila entre un pragmatismo esclarecido y racional y una no superada tendencia al romanticismo, a la exaltación y a la volubilidad. Incluso Angela Merkel –como canciller, la racionalidad personificada– no se libra de eso. Por un lado, cuando anunció el abandono de la energía nuclear de un día para otro, luego de Fukushima, sin hacer cálculos de costo-beneficio de esa decisión para un país industrializado como este. Por el otro, ahora, en la crisis de los refugiados, al tirar por la borda todas las reglas y acuerdos debido a razones humanitarias y abrir las fronteras de par en par, para sorpresa y conmoción de sus vecinos europeos, que lo ven como un –y esto nos deja consternados– “imperialismo moral”.

El romanticismo en la política

Por otra parte, en la crisis económica de la eurozona, Alemania se muestra como un “maestro de la disciplina”, pero eso también deja a todos atónitos, tanto en Madrid como en París, por no hablar de Atenas. Ahí es donde este país revela su fuerza económica y dicta las reglas a los socios europeos. Asume su responsabilidad y sufre cuando es criticado “injustamente”.

“Cuando de noche pienso en Alemania, no desciende a mis párpados el sueño”, escribió Heinrich Heine hace unos 170 años. Eso ya pasó. Pero Alemania todavía es un país que admira más a Rousseau que a Voltaire o a Locke. En otras palabras, un país que siempre se entrega a una exaltación romántica en lugar de actuar de manera racional y pragmática. Eso ya no le quita el sueño a nadie, pero sí es chocante para nuestros amigos, vecinos y socios.

Alexander Kudascheff, redactor jefe de Deutsche Welle.Imagen: DW
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