Donald Trump nunca ha escondido su menosprecio hacia gran parte de la prensa. Ahora, el presidente de EE. UU. cuestiona la relevancia de las conferencias de prensa. En Alemania sería algo muy difícil de imaginar.
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La relación de Donald Trump con la prensa está, desde hace mucho tiempo, resquebrajada. Ahora también culpa a los medios de que su portavoz, Sarah Sanders, apenas realice conferencias de prensa. El motivo es que "algunos periodistas informan de manera muy grosera e incierta”, escribió el presidente en Twitter. Según él, la mayoría de los medios de comunicación no informan sobre él de manera equilibrada, "de ahí (el uso) de la expresión 'Fake News'”.
El mensaje de Trump es un golpe contra CNN, New York Times y Washington Post, medios de comunicación estadounidenses cuya labor es observar muy de cerca al actual presidente y comprobar si sus declaraciones son ciertas. En el caso actual, no se está cuestionando la cantidad de conferencias de prensa. Se trata, en última instancia, del poder sobre la información y sus interpretaciones. La Asociación de Corresponsales de Prensa de la Casa Blanca reaccionó con rapidez y dureza ante la decisión de Trump de cancelar las conferencias de prensa, porque supone "un paso atrás en cuanto a transparencia y responsabilidad, que establece un precedente terrible".
Intercambio de reproches en la Casa Blanca
Desde hace meses, los corresponsales en Washington se quejan de la escacez de conferencias de prensa de Sanders. Con otros presidentes había reuniones informativas semanales. El objetivo de Trump es, aparentemente, evitar críticas y explicaciones. Su manera de responder es a través de tuits, contestar las preguntas entre las reuniones con sus gabinetes o antes de subir a su helicóptero.
En noviembre de 2018, Trump dijo al reportero de CNN Jim Acosta que era "una persona grosera y terrible”. El periodista hizo preguntas críticas al presidente y este reaccionó muy enojado. Ese mismo día, a Acosta se le retiró su acreditación permanente.
BPK: preguntas incómodas y críticas
En Alemania algo así sería impensable. La canciller, Angela Merkel, invita a los corresponsales en Berlín a la cancillería, y estos necesitan una acreditación especial. El Gobierno decide allí quién puede hacer preguntas. Pero hay también otra institución que se encarga de que el Gobierno no pueda escabullirse de las observaciones y preguntas críticas de los reporteros. Se trata de la Rueda de Prensa Federal o BPK (por sus siglas en alemán).
A menos de un kilómetro de la cancillería, la BPK cuenta con una sala donde se dan cita políticos y periodistas, en el primer piso. Esta asociación tiene una peculiaridad: está formada por 900 miembros, todos periodistas. El único requisito para pertenecer a esta asociación es que la labor principal de sus miembros sea informar sobre política nacional.
Tres veces por semana, los portavoces de la canciller y de todos los ministerios informan sobre las acciones gubernamentales. El acto es coordinado por un miembro de la BPK. Es decir, que es siempre un un periodista el que decide quién realiza las preguntas. También acuden a estas citas ministros, partidos políticos, sindicatos y representantes religiosos. La batuta la llevan siempre los periodistas.
Sin embargo, la BPK no es el paraíso. Las citas con los portavoces son, con frecuencia, actos aburridos a los que acuden cada vez menos trabajadores de prensa. Estos intentan evadir las preguntas, a veces no están bien informados, o la información es escasa. La canciller acude a la BPK una vez al año, como mínimo, y entonces la sala está repleta de periodistas.
¿Por qué hay tan pocos periodistas en dichas ruedas de prensa? Porque se emiten en vivo, y muchas redacciones en Berlín pueden verlas desde un escritorio. Eso es práctico, desde el punto de vista laboral, pero nocivo para la cultura activa del diálogo. Sin embargo, la sala donde se realiza la BPK es precisamente el lugar donde se vive la libertad de prensa. Un episodio como el de Trump cuando le quitó la acreditación a Jim Acosta, no podría tener lugar en una rueda de prensa federal alemana.
(RMR/CP)
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Cierres de gobierno en Estados Unidos: una cronología
El Congreso está a cargo de aprobar el presupuesto hace más de 200 años, pero los cierres administrativos por desacuerdos financieros son algo más bien nuevo. Acá revisamos cuántas veces ha ocurrido el famoso "shutdown".
Imagen: Getty Images/D. Angerer
Vieja historia
Siempre que se acerca la medianoche del 30 de septiembre, empiezan a sonar las alarmas: o se aprueba el presupuesto, o el Gobierno debe cerrar sus operaciones. Originalmente, el Artículo I, Sección 9 de la Constitución de EE. UU. requería que el presupuesto recibiera la aprobación de los parlamentarios. En 1870, el Acta Antideficiencia se enfocó en las agencias que gastaban dinero sin preguntar.
Imagen: picture-alliance/CNP/A. Edelma
No hay dinero, no hay pagos, no hay trabajo
A instancias de Jimmy Carter, el fiscal general revisó el Acta Antideficiencia en 1980 para responder la pregunta "Sin presupuesto, ¿deben ir a trabajar los empleados del Gobierno?". Según la opinión legal de Benjamin Civiletti, si no hay dinero, entonces no hay que trabajar. Carter vivió breves "shutdowns", pero la nueva interpretación de la ley convirtió los cierres en una táctica negociadora.
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Ronald Reagan y el primer cierre
El primer cierre de verdad, -más de 240.000 trabajadores sin paga- ocurrió en noviembre de 1981. A comienzos de su mandato, Ronald Reagan se negó a firmar un presupuesto sin un millonario recorte impositivo. El Senado, controlado por los republicanos, y la Cámara, por los demócratas, encontraron una solución al día siguiente. Escenarios similares se vivieron siete veces hasta el fin de su mandato.
Imagen: AP
Bill Clinton y el cierre partidista
Hasta 1995, los presupuestos se aprobaron sin grandes problemas. Pero ese año Bill Clinton se enfrentó a Bob Dole en el Senado y Newt Gingrich en la Cámara. El Congreso liderado por los republicanos quería un presupuesto balanceado a siete años, mayores primas de Medicare y retrocesos en las regulaciones ambientales. Pasaron 27 días antes de que hubiera acuerdo. ¿El costo? Mil millones de dólares.
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Un juego parlamentario, un dolor de cabeza
Muchos departamentos, como las Fuerzas Armadas, la seguridad nacional y todos los que son esenciales para la protección de la vida, siguen operando durante los cierres. Pero el Servicio de Impuestos Internos y la Administración de Alimentos y Drogas, por ejemplo, deben cesar sus funciones. Esto redunda en retrasos en las decisiones fiscales y la inspección de alimentos, entre otros problemas.
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Obama y el Congreso controlado por Cruz
Otro cierre grande ocurrió en 2013, bajo la presidencia de Barack Obama. Su programa de salud, conocido como Obamacare, enfrentó una dura oposición. Liderados por el senador Ted Cruz, los republicanos presionaron para que se redujeran las prestaciones a cambio de aumentar el límite de la deuda. El cierre de 18 días perjudicó a unos 850.000 trabajadores y costó al país 24 mil millones de dólares.
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¿Un cierre de varios años?
El último cierre, que comenzó a fines de diciembre, ya se encuentra entre los más largos de la historia. Unos 800.000 empleados federales se encuentran sin salarios. Pese a los problemas, el presidente Donald Trump se ha negado a ceder en su insistencia de recibir financiamiento para su muro con México. De hecho, el mandatario ha dicho estar preparado para que esta situación dure varios años.
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El costo del juego político
Los costos de los cierres no han frenado la tendencia. Washington pierde millones de dólares, no solo en ingresos, sino también en pagos, pese a que los empleados deben quedarse en casa. El tiempo, trabajo y dinero perdidos son consecuencia de los "shutdown". Según datos de la agencia Standard and Poor's, el actual cierre le costará a EE. UU. aproximadamente 6.000 millones de dólares a la semana.
Imagen: Imago
¿Contribuyen los cierres a la desconfianza?
Pero los mayores perdedores no son la economía ni los partidos, que hacen las concesiones. Podría decirse que el principal derrotado es el Gobierno. Según una encuesta Gallup, realizada tras el cierre de 2013, la insatisfacción de la ciudadanía con el Gobierno en general llegó al 33 por ciento. El récord anterior había sido del 26 por ciento, y databa de los años del escándalo Watergate.