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Una semana en Pyongyang: apuntes al paso

Adrián Foncillas para DW
1 de mayo de 2017

Estuvimos en la capital de Corea del Norte. Recorrimos sus rincones, vimos sus desfiles, notamos cierta ebullición financiera.

Alltagsleben in Nordkorea
Imagen: DW/A. Foncillas

Coincido en el avión con compañeros que viajan por tercera vez en un año al país más hermético del planeta. Corea del Norte conserva la etiqueta a pesar de la abundancia de prensa y turistas en la capital. Las sanciones económicas impuestas por sus pertinaces desmanes misilísticos y nucleares han obligado a abrir las puertas en su desesperada búsqueda de divisas.

 

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El país sigue siendo una pesadilla para el trabajo periodístico. Un guía personal te saluda cuando recoges la maleta en el aeropuerto y no se despide hasta que la facturas. Durante la estancia te seguirá sin descanso, traducirá y supervisará las conversaciones con los locales y frenará cualquier intento de desviarte de un menú informativo con sobreabundancia propagandística: un ejemplar colegio de huérfanos, una ejemplar piscifactoría, un ejemplar centro de divulgación científica… El periodista apenas ve una pequeña porción de la capital que es a la vez una pequeña porción del país. Cualquier conclusión debe ser relativizada por esas insalvables limitaciones. Si quieren aprender de Corea del Norte, ignoren a la prensa paracaidista y acudan a los libros de diplomáticos o activistas de ONG que han vivido ahí años y entrado en el alma del país.

Se llega a Corea el Norte con la crónica escrita y la sensación del que ve después de todos la película de moda. Irás por una carretera desierta de ocho carriles y te explicarán que ahí aterrizarán los cazas en caso de guerra; verás miles de libros en cualquier museo levantados en honor de los líderes y te prometerán que los escribieron con su puño y letra. Cuesta eludir los clichés y lugares comunes cuando estás compelido a un camino que han trillado cientos de periodistas. Lo que sigue, pues, son unos desordenados apuntes al natural sin vocación trascendental.  

Propaganda en las calles de Pyongyang. Imagen: DW/A. Foncillas

Ciudad que sorprende

Pyongyang sorprende. Es más cómoda y menos áspera que cualquiera de las ciudades chinas levantadas al calor del milagro económico. Tiene el esperado aroma soviético grandilocuente con sus amplias avenidas, plazas de cemento y solemnes edificios oficiales. Pero se palpan los esfuerzos por humanizarla. La arquitectura de las nuevas viviendas roza lo delirante con siluetas heterodoxas y se pintan de rojo, azul, amarillo, verde o cualquier otro color vivo.

Abundan también los parques y las pistas al aire libre para deportes y la gestión del tráfico se reserva a atractivas jóvenes con minifalda y botas que no desentonarían en cualquier discoteca occidental. Las grúas salpican la ciudad, las inauguraciones de calles y edificios se suceden y en el clima se percibe una abundancia que certifica el fracaso de las sanciones económicas. Hay más coches en las calles que años atrás estaban vacías y las noches no condenan ya a la absoluta oscuridad a la ciudad. La pregunta aún no resuelta por los expertos es de dónde sacan el dinero.

El tema de actualidad es la apertura económica en un país leninista. La historia tiene sobrados precedentes en el mundo: un gobierno que cubre las necesidades de la población (vivienda, comida…) se ve en la obligación de abrir la mano económica o dejarla morir de hambre cuando llegan las vacas flacas. Ocurrió en Corea del Norte en los noventa con las hambrunas y desde entonces la tendencia reformista, con ocasionales frenazos, ha ido adelante.

Abundan los restaurantes en las plantas bajas de los edificios y los mercados negros donde la población vende sus excedentes de producción y cualquier utensilio doméstico. También las tiendas que ofrecen productos locales junto a alcohol, ropa o electrodomésticos extranjeros. En el supermercado Pothongang no cuesta ver a los clientes pagando en divisa extranjera o con tarjeta bancaria. Las reformas se llevan con discreción porque su reconocimiento supondría la admisión del fracaso del modelo leninista con el que el país ha levantado su singularidad. Al periodista se le prohíbe fotografiar los productos extranjeros o los precios fijados en dólares y la quincena de clientes preguntados responden que sólo compran los locales porque son mejores.

Kim Jong-un, líder de Corea del Norte. Imagen: Reuters/KCNA

Bienvenidos a Pyonghattan

El barrio conocido como Pyonghattan (la imaginativa contracción de Pyongyang y Manhattan) certifica los esfuerzos del régimen por contentar a sus élites. Sus relucientes y nuevos edificios esconden tiendas de delicatesen tan bien surtidas como las de Pekín y cafeterías señoriales donde un capuccino cuesta un salario medio. La joven clientela siempre tiene familiares relacionados con el comercio exterior. En esa cafetería encuentro al epítome de la deriva nacional: un joven con gafas Ray-ban y el pin de sus queridos líderes sobre su chaqueta italiana. Estudió Finanzas en Pekín y dice que no volvería ahí porque Pyongyang le da toda la oferta de ocio y la libertad que necesita.

Lee es mi inseparable guía durante toda la semana. Es un veinteañero agradable y educado con un inglés fluido. Pertenece a la liga juvenil del partido, espera con ansias el salto a la organización de adultos, lleva con orgullo el pin de sus líderes y asegura que lloraría de emoción si tuviera cerca a Kim Jong-un. Está pletórico en el desfile militar del Día del Sol. El acto es una versión asiática actualizada de la Roma Clásica en la que el tirano recibe la pleitesía de tropas y pueblo, satisfechos con la visión lejana de su César y en trance si les dedica un leve saludo. "¿Lo ves? No tenemos que temer que Trump nos declare la guerra. Ganaríamos seguro”, me promete.

Lee no sabe que Estados Unidos gasta más en defensa que la suma de los siete países siguientes ni sabrá al día siguiente del enésimo lanzamiento de misil fracasado. Lee sólo sabe lo que el régimen quiere que sepa, pero en su interior se intuyen ciertas dudas. Durante toda la semana me preguntará qué piensa el mundo de su país con una evidente incomodidad por la sospechada respuesta. Lee es un buen chico, noble y aún sin malear, amante de su país y preocupado por cuestiones prosaicas como encontrar novia y casarse. Inquieta imaginárselo empujado por sus queridos líderes a un conflicto con Estados Unidos que sería más una carnicería que una guerra.

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